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joseluistrullo

ATOLLADERO DE LOS VIENTOS (1998)

I

¡Qué luz que me estás dando,
con la avaricia que te jactabas!
Una luz pródiga, repelida
por cadenas fortuitas de ventanas
y que, al cabo de la calle, vienen
a estallar en su desembocadura
-¡qué luz, la que me das!-,
junto a la mesa de las mañanas.

II

Envuelto en una película de grasa
y escoltado a lado y lado por lanchas autotripuladas,
el nadador
cruza a oscuras el canal
indómito hacia la cascada.
Sólo
el chapoteo cadencioso de sus manos
en la noche aún no rasgada.

III

La escala humana de la palma de la mano
-sueño del errabundo
cuando aferra su intemperancia
en demoras, en enclaves
que le privaran, mas sin fervor:
¿a dónde confinar los pasos
así librados de dirección?

IV

Varado en la ensenada de conchas,
tras sortear los arrecifes
de cuarenta días de alto,
el barco acabó hundiéndose en el puerto.

V

De lo intenso al intento
De la llama a la brasa
del frenesí.
De imprecar a implorar
Del soplo al lloro,
de la rama a la raíz
barruntaba el retorno de lo blanco
ante la extrema premura del final.

VI

Una confianza gélida
que no puede escurrirse ya.
Dedos que asen y sueltan con pericia.
Los músculos fláccidos,
la puerta retráctil, harta
de idas y venidas en torno al eje
de la codicia
-yaciente-
de lo inédito.

VII

Llevaba tantas miradas
suyas a cuestas que no la veía
ya sino en reflejo
de sus ojos encarnados,
en coágulo de intenciones.
El anhelo insatisfecho
se mudó en cristal
de roturas inviolables.

VIII

Estertor
o presagio de la conciliación,
vagan los signos
no interpretados por las tundras irresueltas:
se entregan sin cifra
al albur de la mañana,
no se yerguen, no podrían;
continúan desollando la ocasión
-ya perdida- de saldar
los vestigios despojados del augur.

IX

El paisaje lunar del mediodía
arderá en visiones trocadas:
impío se libera de las sombras
que abrigaron los murmullos.
Caerán los astros en pedazos,
faltos de aún. Exhaustos fines
cederán a la odiosa imprecación.
Sin tiempo, angosturas, valor
para negarse, humilladores.
La luz que prenda
cuando amaine
será entonces más callada:
el paso, por certero;
la hora, por apenas ya
extinta.

X

Me agarras al suelo
con la tenaza de los pobres
de espíritu. Impides
que me hinche de rocío
y por la mañana levite
la parte más aérea de mis huesos.
Eres lastre
y santuario donde velo la certeza
de mi despegue futuro,
ala mía.

XI

Trepar,
encaramarse a la atalaya
provista de escritorio-altar-retrete
desde donde divisar la puesta
del huevo al amanecer.

XIII

Donde la luz da la vuelta
y el milagro se hace altivo,
perecieron los intentos por volver
a marcar la distancia del ayuno.

XIV

Atolladero en que
los vientos se enzarzan
en un quítame allá una espera.

XV

Deglutir el absurdo votivo
como ofrenda a los tropiezos,
inconstancias, los márgenes
del destino casi perfecto.

XVI

El terrón se resquebraja
La sal amontonada en su regazo
Caen las minas en un dulce sopor
repiqueteado en cristal.

Un paisaje de dunas que voltea
Se desmorona la noche en derredor
Saben los grajos,
ellos saben.

XVII

Los reptiles sestean boca arriba
en la inmensa llanura inabarcable,
mientras va fraguándose un silencio
como de penúltima hecatombe.

Arde en la ladera una mata muda
sin maldito el perrito que le ladre.

Se acabó la provisión de espinas
y todas las coronas ya han asumido
que su destino era rodar y rodar.

Reparten folletos como cactos
desollados por la parte de enfrente.

La chinchilla, la chinchilla perece.

Pronto nos darán las uvas
y aquí pasan los días sin
sentir.

XVIII

Casi un agua filtrándose
por paredes calcáreas, la acción
de una pendiente insospechada,
el peso que se escurre
gota tras gota hasta
la deshidratación final.

XIX

Túneles que mudan en galerías
excavadas en el polen
Circulan vagonetas sin pasaje
por las vetas no exploradas
Una nube de gas nutricio
se pegó a la ropa del zahorí
Conejeras a plena luz
de los días sin fisura
Los rifles ya se han vuelto
hacia las bocas de la cueva
¡Dale un tiento, madre,
que la luna se ha manchado
con hollín!

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